Draco seguía
sin poder pronunciar palabra mientras Hermione se quitaba la túnica y
desabrochaba los botones de su blusa. No la entendía. Simplemente no la
comprendía, y no lo lograría jamás. Detestaba tanto que fuera así, tan
impredecible, tan anormal. Aún no existía la palabra justa que pudiera
describirla. Había tenido entre sus brazos a las mejores mujeres de Hogwarts,
todas unas zorras que usaban la ropa interior y pijamas más provocativas que
existían dentro del mundo mágico. Y ahora.. ¿Dónde estaba? Estaba en el cuarto
de una Gryffindor, una chica común y corriente, impura, y que usaba pijama de
vaquitas. Lo peor era que no comprendía por qué todo aquello lo volvía loco.
Era, quizás, el simple hecho de que con ella podía ser él mismo, no tenía que
verse obligado a fingir. ¿Cómo hacerlo si ella no era como las otras? Cualquier
otra ante el simple hecho de tener a “Draco Malfoy” en su cuarto se hubiera
puesto el atuendo más provocador que encontrara en su armario. Pero no, no
Hermione Granger; a ella le daba igual. Actuaba como si él no fuera más que
otro muchacho, uno del montón. Le importaba poco si sus pijamas resultaban
ridículos, o si su rostro permanecía desprovisto de maquillaje. Era ella misma,
sencilla y natural ¿Por qué tenía que ser tan perfecta?
La odiaba, cuánto la
odiaba.
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